Un hombre negro en una noche sin luna es un hombre invisible. Ese pensamiento preocupaba a Nwunko mientras caminaba por una calle cada vez más oscura hasta la puerta del chalet donde pensaba entrar dentro de un momento. Él tenía una gran experiencia de invisibilidad. Esa misma tarde, mientras esperaba sentado en un banco el momento de acudir a su cita, muchas personas habían pasado frente a él sin reparar en su presencia, tal y como había ocurrido durante todo su periplo en España.
Había llegado en una patera a Fuerteventura con otras cuarenta personas. Todos fueron detenidos al llegar a la playa y conducidos a la comisaría. Allí les separaron. Por un lado los marroquíes, que fueron llamados por sus nombres y por su nacionalidad y tras una serie de trámites, llevados en un furgón al puerto para ser devueltos a su país. Luego le tocó el turno a él y al resto de subsaharianos. Después de unos días de espera, les dieron un papel que sólo tenía letras y no colores, una orden de expulsión. En la de Nwunko, como en la de tod@s, aparecía un nombre que no era el suyo y un país al que volver en el que no había nacido, que era todo lo que el policía que le interrogó le había sacado.
Tras pasar cuarenta días retenido en el aeropuerto de Fuerteventura, fue a parar a Barcelona y desde allí bajando por la costa, estuvo realizando diferentes trabajos hasta que recaló en Valencia. Si no fuera por las cuerdas que dejó atadas en un invernadero en Lérida, los cuatro trapos que vendió en un mercadillo en Murcia, o los escasos discos piratas que vendió en el metro la semana que pasó en Madrid, nadie diría que Nwunko había estado en España. Ni siquiera la policía. Porque Nwunko había pasado dos veces por una comisaría y otras dos había sido retenido en un coche celular y las cuatro veces salió sin más por la misma puerta por la que había entrado.
Y el suyo, con todo, no era un caso extraño. Much@s de los africanos que había conocido realizaban el mismo o parecido recorrido por diferentes rutas, sin que su presencia despertara mayor curiosidad que la que despertaban los artículos que vendían en sus tenderetes. Podían ser ell@s o podrían ser otr@s, tanto daba en realidad. Sí, efectivamente, había bastantes posibilidades de no ser reconocid@: fuera como fuera la noche, un negro es simplemente invisible. Nwunko estaba totalmente seguro de eso.
Pero ahora su fortuna parecía haberse terminado, dilapidada por no sabía qué extraños designios y se encontraba aquí, frente a una puerta que no sabía si le iban a abrir y preguntando por un hombre al que había visto una sola vez, que le dijo que era músico y que en un momento de euforia oyéndole tocar el tambor, le había dado una dirección en un trozo de servilleta de papel.