lunes, 1 de septiembre de 2008

Marina (II)


Pero sabía que no eras tú, y aún así me quedé quieto, ni siquiera los “hazte a un lado joder”, ni los empujones y los ligeros zarandeos de la gente que se apresuró a entrar al vagón de los seres sudorosos me hicieron reaccionar. Me quedé ahí, de pie, mirando a esa mujer que no era la que yo creía que era, y de nueva cuenta fui consciente de que me inmovilizas. Al reaccionar, una vez que hubieron pasado dos vagones más, me dirigí al restaurante para comenzar la faena de fin de semana, para armarme de valor físico y moral lo primero que hice fue ir a la cocina, escudriñar debajo del lavabo y sacar la “botella de los perdedores” ese brebaje que aun no se qué es pero que sabe agrio y fuerte y que reconforta ante las situaciones difíciles, desde el cansancio corporal hasta las penas del alma. Debes recordar esa botella, te hablé de ella muchas veces, la primera noche que pase contigo bebí unos cuantos tragos, porque también sirve para llevar las alegrías a terrenos supraterrenales. Sin embargo, mis explotados compañeros la llaman así porque generalmente te hace olvidar algo que hayas perdido: la razón, la cordura, la decencia, la moral, las lágrimas, los familiares y sobretodo el amor de una mujer, eso dicen ellos, a mí simplemente me gusta porque me sirve de anestesia contra el dolor, ya sea el que me provoca tú recuerdo como el de estar de pie nueve horas seguidas.

Justo en el momento en el que estaba colocando las cuatro cajas de cerveza que unos indigestos comensales beberán a una salud que no será la mía, llega el cubano y me dice que el jefe pregunto por mí, que ya sabía que si llegaba tarde era mejor que me hiciera pendejo por ahí hasta que el reloj marcara la siguiente hora, porque la que ya había comenzado no me la iba a pagar y sobre eso no aceptaba quejas. Pero me daba igual Marina, a mí ya todo me da igual, por eso dejé de hacer lo que estaba haciendo, me senté sobre el lavavajillas y encendí un cigarro, el cubano se dio cuenta que tenía mala cara y me preguntó que si estaba enfermo, que en esos días era mejor no enfermarse porque sino me pasaría lo que a Charly el limpiador, que no tenía ningún tipo de documento y que cuando le dio la congestión alcohólica aquella en la que estuve presente, le dijeron que tenía que comprarse unos medicamentos muy caros, y bueno, a endeudarse de nuevo. Le conté lo que me había pasado en el metro, porque si bien no era mi amigo, él era uno de esos tantos seres con los que logras conectar por lo que yo llamo agobio empático, espero que lo recuerdes, es básicamente saber que puedes compartir con otro desgracias comunes o parecidas de forma amable, sin réplicas, sin juicios morales sobre lo que está bien o está mal. Me dijo que mi inmovilidad se debía simplemente a que seguía enamorado de ti, yo simplemente acerté con la cabeza y le dije que sí, que seguramente era por eso.

Mientras dejaba secar relucientes sartenes antiadherentes de gran tamaño, me explicaba que estar con una idea –o una chica- siempre en la cabeza no era bueno, que lo mejor era vivir la vida, salir, bailar y follar con quien sea, aunque bueno, ese quien sea para él era la prostituta polaca a la que veía religiosamente cada domingo por la noche, cuando la chica tenía un descanso y ambos se dejaban llevar durante dos horas en un acto sexual en el que todo estaba permitido. Sin preguntas y sin rodeos fornicaban y entre pausa y pausa para recobrar el instinto animal que les movía, él algunas veces creía que su única misión en la vida era dar alegría a los demás, yo creo que sí, por que algunas veces, sin que él se diera cuenta, la chica le metía un billete de 20 euros en el bolsillo trasero del pantalón.