viernes, 29 de junio de 2007

"...eres mexicano, pero también español"


Después de un tiempo viviendo fuera del país en que has nacido, se apodera de ti un sentimiento dubitativo, algo así como un deseo de saber si eres de aquí, de allá o más allá. En fin, que no podría explicar ahora mismo si me siento más mexicano que español o viceversa, esta necesidad de apropiarse de una identidad es una de las consecuencias que conlleva la vida en colectividad, para bien o para mal. Sin embargo, yo prefiero pensarme como un ser humano con ciertos valores, gustos, conocimientos y preferencias (los cuales trato de explayar en este blog) que no brillan por su carácter conservador, estático o estrecho, sino más bien por todo lo contrario; llámese dialéctica, pensamiento progresista, izquierdismo, rock and roll, etcétera, etcétera.


Pero no me voy por las ramas, el título de este post viene de la boca de un amigo. Éstas han tenido una gran resonancia en mis últimas reflexiones sobre mi propia “identidad nacional”, sea lo que sea que esa cosa signifique. Dado que estoy bastante agradecido a todo lo que he vivido, sufrido y sentido en España, no puedo evitar pensar en lo que es “ser español” y en el sempiterno debate sobre las “dos Españas”. Y dado que es un tema en el que no puedo ser imparcial, transcribo un artículo del cineasta David Trueba que -gustos aparte- espero les guste. Atentos mis colegas autóctonos:

Son dos, pero no las que creemos

David Trueba (Director de cine).

Artículo publicado en el diario vasco Gara el 2 de marzo del 2007.

Sí que puede que haya dos Españas, pero no las que creemos. Caemos en la tentación abusiva de ver nuestro país dividido por dos irreconciliables bandos que se enfrentan desde postulados ideológicos, sociales, religiosos y económicos. La pelea política, que no es más que la habitual estrategia bipartidista que con tanto éxito se ejecuta en los Estados Unidos, por ejemplo, tiñe nuestros días con un sistema de opuestos agotador. (...) Pero es muy posible que esas dos Españas no nos permitan ver las otras dos Españas. Y ahí estaría lo grave, porque de tanto mirarnos el ombligo terminaríamos por ignorar que también tenemos axilas o agujeros en las narices.

Esas otras dos Españas son más irreconciliables que las políticas. Hay una España que no lee libros, jamás compra un periódico, se mira sólo los 20 minutos de fútbol del telediario, ni por error pisa un museo, una catedral gótica, un teatro. Hay una España que cree que el señor que se te ofrece para alicatar el vítor es arquitecto y esteva y puedes confiarte a él para redorar el salón. Hay una España que la música que escucha es una base de ritmos enlatada, que cree que su hijo siempre tiene razón cuando le dice que el profesor es un imbécil, que tampoco le encuentra sentido a obligar al chaval a estudiar Matemáticas si ahora los ordenadores te lo calculan todo.

Hay una España a la que le da absolutamente igual la construcción de un país en sus elementos abstractos, de convivencia y cultura de futuro, pero que sale a la calle a gritar «España para los españoles» cada vez que un marroquí le raya el coche o el novio de su hermana se pega con un ecuatoriano. Hay una España a la que se la suda en tres tiempos el valor paradisíaco de un entorno protegido, le repatea que alguien se oponga a una empresa contaminante si un pariente suyo trabaja en ella y el único interés que le despierta alguien relevante tiene que ver con su última ruptura sentimental, su último desnudo cazado en una playa o su último hijo no reconocido que le pone pintando. Hay una España que se educa frente al televisor, gracias a los mercaderes que han convertido ese electrodoméstico fundamental en una taza de vítor con vistas a nuestra peor cara. Hay una España que además se siente refocilada y aplaudida por ser como es, aupada al rango de la «España como debe ser» por los que saben que así el negocio funciona mejor; una España a la que nadie acusa ni señala con el dedo, ni afea su penosa forma de ser sino que se la vitorea. Hay una España horrenda que deja su huella profunda en nuestro tiempo y nuestro futuro, una huella inmunda. Mientras tanto, la otra España no hace nada, quizá demasiado obsesionada con la lectura ideológica de su país. Ignora que hay dos Españas, claro que sí, pero no son las que él cree.

miércoles, 13 de junio de 2007

Dilema del prisionero

En sociología, los dilemas son planteados desde la perspectiva de que existen diversas maneras con las que nuestros intereses se contraponen a los de los demás. Diariamente hemos de tomar decisiones, a veces con resultados distintos de los que habíamos esperado. ¿Existe un comportamiento racional para cada situación? En 1992 fue publicado el libro El dilema del prisionero, de William Poundstone, que analizaba este tipo de cuestiones a la luz de la teoría de los juegos.

El dilema del prisionero ha sido reeditado gracias a su actualidad. Así que me gustaría presentar algunos ejemplos, que si bien no se basan en datos concretos (recordemos que sin dichos “datos concretos” la sociología se queda en mera literatura), por lo menos me parecen escrupulosos:

Un hombre iba a cruzar un río con su mujer y su madre; en la orilla opuesta apareció una jirafa. El hombre sacó su rifle y apuntó, mas la jirafa le dijo: “Si disparas, morirá tu madre; si no disparas, morirá tu mujer”. ¿Cuál debería ser el comportamiento del hombre?

Usted y una persona amada son situados en habitaciones separadas provistas de un pulsador. Saben que matarán a ambos a no ser que uno pulse el botón antes de una hora; además, la primera persona que accione el pulsador salvará a la otra, pero morirá inmediatamente. ¿Qué decisión tomar?

Existen situaciones en las que uno decide salvar a otro a expensas de la propia vida. Un padre o una madre podría salvar a un niño basándose en que el niño, dada su juventud, tiene mayores expectativas de vida. Sea el que fuere el criterio usado, y sabiendo que ambas personas no tendrían el mismo, hay tres desenlaces posibles: el caso menos angustioso es cuando ambos coinciden en quién debe sacrificarse y quién salvarse; entonces, aquél debería pulsar el botón para salvar al otro. Una segunda posibilidad es que ambos decidan salvarse el uno al otro; una madre decide salvar a su hija, a la que quedan más años de vida, y la hija decide asimismo salvar a su madre, pues ésta le dio la vida. En este caso se compite por ser el primero en pulsar el botón. La opción más conflictiva surge cuando ambas personas deciden que ella misma es la que debe salvarse; entonces nadie pulsa el botón, y el reloj marca el tiempo, que pasa de modo inexorable. Esto es el dilema, ¿cómo avanzar en una situación en la que el conflicto se basa en dos posiciones antagónicamente positivas?

La teoría de juegos, que es la esencia del Dilema del prisionero, estudia la pugna entre unos oponentes que piensan y que pueden ser capaces de engañar al otro. La vida colectiva siempre es un juego, un sinuoso camino lleno de decisiones que marcan nuestra biografía. Sin embargo, un “juego” siempre es una situación conflictiva en la que uno debe tomar una decisión sabiendo que los demás también las toman, y que el resultado del conflicto se determina de algún modo a partir de todas las decisiones. Algunos juegos son sencillos; otros llevan a una escalada recurrente de segundas intenciones.
El dilema del prisionero ha pasado a ser una de las cuestiones filosóficas y políticas centrales de nuestro tiempo. Los que se dedican a su estudio han llegado a una pregunta central: ¿hay alguna forma de estimular el bien común en ese dilema? El intento de responder a esta cuestión es uno de los mayores retos de nuestra era. ¿Lo veremos pronto?, de ser así ¿cómo y donde será posible?.

Israel