lunes, 17 de marzo de 2008

irse

Las fronteras son metáforas. Existen sin existir porque ante todo son invenciones de uno mismo. Esta era una de las ideas que rondaban en mi cabeza el día que me fui, por supuesto, no era la única ni la última, ni siquiera la más inocua. Desde hacía muchos meses todo yo era una fábrica de quimeras que se esforzaban en convertirse en explicaciones viables sobre el por qué irse, sobre por qué convertirse en un inmigrante en un mundo que es pródigo en el movimiento de capitales pero no de personas; sabía que los primeros no conocen fronteras, las traspasan a su antojo, mientras que para las segundas, cruzarlas se convierte muchas veces en un viaje de tintes épicos. Me gustaría pensar que las sentía como la parcela que encerraba mi futuro, sabía que estaban ahí, pero no quería verlas, me parecían insondables, eran algo así como fantasías que dejaban de serlo cuando el policía fronterizo en cuestión te pregunta sobre tu destino, echa un vistazo rápido a tu pasaporte –vistazo que depende de la apariencia que tengas y de lo que ésta transmita-, te pone un sello y te dice que te puedes ir, que si quieres irte haya tú y tus circunstancias.