No se muy bien por qué te escribo de nuevo Marina. No lo se, por qué estoy seguro que de aquí no saldrá nada fructífero ni provechoso, más bien, cosas sin sentido sazonadas por ese gusto mío de querer remover el pasado de forma irreverente, es como estar en un depósito de muertos, coger un bisturí y molestar a base de picotazos a un cuerpo recién fallecido, sólo para ver que no pasará nada. Pero siento la necesidad de hacerlo, no estoy borracho como la vez anterior, no te iré a buscar a la salida de tu trabajo para pedirte que me perdones por enésima vez ni para decirte que nuestro futuro será glorioso, de eso estoy seguro, primero porque ya me he convencido de que el futuro no existe y segundo porque no volveré a buscarte nunca más.
Sin embargo, aquí estoy de nuevo, sentado en la mesa del salón del cuchitril que tengo por casa, sintiendo un dolor descomunal en los píes, el cual no es culpa tuya ni de tu recuerdo, sino que se debe a la faena que supone el ir y venir de una mesa a otra para atender a gente bonita y perfumada cuyos problemas se reducen a escoger un vino gran reserva o un tempranillo chileno. No quería hacerlo, pero está tarde me sucedió algo que me hizo pensar en ti el resto del día, a pesar de que ya me lo había prometido en el último gran festival del desamor que celebré en compañía de otros desdichados hace cuatro días. Sí, sigo bebiendo cuando me viene la gana y para intentar mitigar la melancolía, esa gran puta que reclama ese cachito de memoria de vez en cuando. Lo que me pasó esta tarde, al igual que el resto de las cosas de nuestra relación casi no tiene que ver contigo, simplemente sucedió. Estaba en el andén del metro esperando a que llegara un vagón intestado de africanos y sudamericanos sudorosos, esos que no te gustaban porque decías que siempre olían un poco mal ¿les recuerdas?, siguen por ahí y dicen en la televisión que cada vez son más, en fin, en ese vagón que transportaba a esos seres que trabajan diez horas diarias levantando edificios, estaba una chica de tu estatura y complexión, leyendo un libro e ignorando a los demás para concentrarse en su lectura con una vehemencia que pareciera que lo que esperaba fuera abstraerse del mundo exterior, como tú Marina. Al verla me quedé helado, no pude moverme ni responder, ese sudor frío que sienten los cobardes cuando saben que tienen miedo me invadía desde los muslos hasta la punta de los dedos de las manos. Te vi, o creí ver a esa criatura celestial que guardaba gran parecido contigo: ambas manos sosteniendo firmemente el libro; el bolso en el suelo para aligerar un poco la carga del sopor laboral; una falda levi´s justo por encima de las rodillas, el pelo recogido firmemente con dos broches plateados que te dejaban las orejas descubiertas, esas que alguna vez lamía sin cesar porque sabía que eran parte esencial de tus orgasmos; la blusa roja que te regale junto a la primera carta que te escribí y que decías que te gustaba usarla sin sujetador porque era una herramienta para seducirme rápidamente; las piernas, robustas y blancas, firmes como dos pilares.
1 comentario:
Jo, con lo poco que me paso aquí y con lo que me deparo...
Escribe ud muy bien y el texto está genial y inquietante.
Besos de alguién que se quedó curioso en saber cómo le va la vida cuando se cruzó con ud en en FIBER.
Claudia
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