viernes, 18 de diciembre de 2009


Sábados por la tarde

Voy al cine todos sábados por la tarde, después de comer con mi madre, pero no muy tarde, porque me aturde toda la marabunta de jóvenes que ahí se reúnen alrededor de las ocho y que no me dejan ver las películas como a mi me gusta, en silencio, compartiendo la soledad con la pantalla. El caso es que hace tres semanas pusieron “Ocho y medio” y no pude sino emocionarme con tan excelsa obra, sobre todo porque a veces me gustaría ser Marcello Mastroianni para poder hacer algo con esta soltería tan rampante, a tal grado llegaba mi alegría que me quede en el hall del cine para ver el cartel detenidamente, ya que me interesaban los créditos musicales de la película, entonces la vi, en la misma labor de exploración, no era muy joven, pero tampoco madura como yo, diría que sería una generación menor a mí, aunque su mirada pareciera contener la alegría que todos los adultos pierden con las rutinas de la vida moderna. Salí del cine y ella detrás de mí, bajó la escalinata principal rápidamente y se dirigió a la avenida séptima, en dirección oeste, como yo. Caminó ocho calles y yo detrás de ella, mientras tanto no podía parar de preguntarme si pensaba igual sobre el personaje principal de la película, o si al contrario le parecía sobreactuado. Al llegar a la esquina de la séptima con la veintidós, giró a la derecha y yo seguí camino a mi casa casi en contra de mi propia voluntad. El siguiente sábado, después de la proyección de “Banda aparte”, una atrevida obra francesa sobre la juventud de ahora, le volví a ver, al parecer le gusta situarse en la parte de atrás de la sala y esperar a que terminen los créditos y a que las luces se enciendan de nuevo, porque según me levanté pude ver como salía presurosa de la sala, su situó en la entrada principal, miró su reloj y arrancó presurosamente para hacer el mismo recorrido de la vez anterior, me decidí a seguirla a una distancia de diez metros aproximadamente y de nuevo mi cabeza no dejaba de dar volteretas con las preguntas que le haría y que me inquietaban más que la vez anterior: qué pensaría del cine francés, le habrá gustado la escena del baile; rara pero preciosa, a qué se dedicará entresemana, comerá con su madre, estará casada y por eso camina de prisa, para servirle la cena al marido; en fin, el destino me había jugado malas jugadas antes, pero no esta vez, por eso la seguí hasta el final y me quedé en la esquina de su calle viendo como entraba a una casa de fachada amarilla, al menos ya sabría donde encontrarla. El siguiente sábado fue agridulce, ambivalente, por un lado disfrute como un niño de la intriga, suspenso y maldad de “La noche del cazador” pero por otro significó el principio del fin de mi aventura contemplativa con esa bella mujer, el ritual fue casi el mismo, con la salvedad de que me quedé esperando tres horas en la esquina de su casa porque me carcomía por dentro el ansía de hablar con ella y preguntarle su opinión sobre el cine norteamericano de hoy en día, seguramente me daría una opinión razonable y moderada, y quien sabe, tal vez en medio de la charla aceptará ir a tomar un helado conmigo y así empezar a hablar de cosas más substanciales, es decir, el cine es primordial, pero para hombres como yo, que llegan a la oficina los lunes fingiendo asombro por los resultados de los partidos de fútbol local o que mienten sobre los precios que pagan a las jovencitas por estar con ellos una hora, es necesario un poco de contacto femenino, pero de aquel que es libre, cordial, divertido y sincero. Pero nada de esto ha sucedido, porque ella no ha vuelto al cine y yo sigo yendo religiosamente, y porque seguramente habrá cambiado de domicilio, porque sino no me explicó cómo es posible que yo este en esta esquina todos los sábados de 8 a 12 de la noche y nadie salga de esa casa amarilla.

viernes, 4 de diciembre de 2009

Buenaventura gaij


Se lo había dicho bien claro, le dije que no lo hiciera, porque en las noches de verano, justico después de la lluvia que cae tan ligera que ni se nota, la marea sube y el mar se pone bien bravo. La cosa es que el gringo no dejaba de gritar “Buenaventura gaij”, “Buenaventura gaij”, mientras corría de un lado a otro de la playa. Yo le veía desde el puesto de la nieve, porque ahora que vienen los gueros es cuando más se venden y eso nos da pa´ darle de comer a las gallinas hasta primavera, pucha, si hasta los perros callejeros del pueblo se ponen contentos cuando les ven, porque siempre se llevan un trocico de los pescados que dejan en el comedor. Como le decía, el gringo no paraba de gritar “Buenaventura gaij”, “Buenaventura gaij”, y le daba duro al bazuco que traía en la boca, si hasta lo levantaba con las dos manos y luego se lo llevaba a la boca como hace el padre Pedro con el vino y la ostia los domingos en la misa. Después se tropezó, seguramente con un tronco, y como el agua ya le llegaba a la cintura, pues no pudo levantarse de nuevo, yo me asusté, pero el gringo se levantó de nuevo y empezó a chapotear como buscando el cigarro que le hacía tan feliz, pero justo cuando pareció encontrarlo se volvió a caer y mientras el mar se lo llevaba yo nomás alcance a escuchar lo de “Buenaventura gaij”, “Buenaventura gaij” mezclado con unas risas que parecían de un loco. Así pasa todos los veranos, por lo menos hay uno al que se lo lleva la marea, a veces me gustaría saber que dicen, porque eso de “Buenaventura gaij” lo dicen todos los gringos que vienen por aquí.